Colaboración

Nos llegó a nuestra casilla de correo este cuento de nuestro amigo José Luis Hisi. Textualmente, el mail dice: "Si les gusta y hay lugar en la revista, me gustaria publicarlo". Nos gustó, algunos inclusive le vieron un aire borgeano; y la ventaja de la virtualidad de esta revista es que siempre se puede hacer lugar. Ahí va, con dedicatoria y todo.

Historia de una gauchita sin nombre y su marido desalmado

por José Luis Hisi
Para mi querida amiga Delfina.

Conocí a Camila en Rosario. Por aquel tiempo ella estaba terminando su carrera de antropóloga.

Yo paraba en un hotel de la calle Mitre y era viajante de una casa de neumáticos de Morteros. Tenía una amplia zona que iba desde Córdoba hasta Rosario y triangulaba con Reconquista, Tostado y Rafaela al norte; por el sur, llegaba hasta las Rosas y Casilda. Cerca de la primavera de 1995, estuve haciendo buenas ventas y me fui a ver un encuentro de poesía en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia, frente a una de las peatonales.
Camila era alta, delgada y curvilínea como ninguna: su rostro un poco severo no me amilanó. Estaba en la barra tomando cerveza, sola.

La invité a una mesita, la única que quedaba, y le ofrecí asiento, entre los estudiantes y periodistas que ocupaban el lugar. Me regaló una sonrisa. Nunca más la pude olvidar.

“No puedo decir por hombre las cosas que ella me dijo”, como reza el poema de Federico García Lorca, pero sí las que me escribió.

De esos fugaces momentos de amor y felicidad nos quedó una hermosa amistad.

Años más tarde, ya recibida, Camila me escribió desde Junín. Había estado haciendo un trabajo de campo en la provincia de Buenos Aires, cerca de la Laguna de Gómez. Allí, en el casco de una vieja estancia donde tenían el campamento, hallaron unos manuscritos que resumiré a continuación, pues mi amiga me los regaló para que reconstruyera la historia que hay en ellos. No quisiera encarar la re-escritura de tan extraño relato si no fuera porque poseo el preciado regalo que me hizo Camila.

Se trata de un texto hallado en la estancia de unos descendientes de un inglés, Richard Pionner. Está fechado en 1869. Pero lo raro, o extraño, es que el hallazgo se produjo en ese casco abandonado, de una estancia que los herederos arrendaban para invernada de ganado. Y a raíz de otro hallazgo previo.

“Los peones de la empresa arrendataria estaban haciendo un pozo para extraer agua, en prevención de la sequía veraniega. Y encontraron unos huesos de seres humanos, enterrado a unos tres metros de profundidad, esparcidos en un radio de varios metros. Aparentemente habían sido asesinados con tiros de calibre .44, por las perforaciones que presentaban los cráneos, y algunos plomos abollados.”

Ese lugar se hallaba cerca del casco abandonado de la estancia, que estaba cubierto de matorrales, semidestruido, con los tejados hundidos.

Los obreros y el capataz juntaron lo que pudieron, y tuvieron que parar por la multiplicidad de restos diseminados. Consultaron al patrón de ellos, y éste decidió solicitar permiso para llevar los restos humanos al cementerio municipal de Junín. Enterado un periodista local, que además era corresponsal de un matutino de Buenos aires, publicó la noticia. Que corrió “como reguero de pólvora” en los medios académicos de la Capital Federal, según me contó Camila. Una fundación indigenista, para la cual ella trabajaba, logró los permisos del dueño de los campos, quien accedió a facilitar la entrada del equipo de investigación.

En otoño del 2005 estaban acampando en el patio abandonado de las ruinas de la estancia. El vivac era precario, y las cuatro mujeres improvisaron un baño en un sector lateral de la galería. Los varones, que eran tres, incluido el Director del proyecto, se habían hecho un excusado un poco mas allá de la antigua cocina de la casa, con unas tablas y maderos sobre un pozo pequeño, “que tenía como puerta un bolsa de arpillera. Las carpas tipo iglú, tres en total, quedaban lejos, al resguardo de ruidos y malos olores…”- me explicaba mi amiga en uno de los mails.

Un lunes de abril, antes de Semana Santa, no pudieron ir a las excavaciones y el contrato les impedía volver antes del feriado. Las cuatro mujeres se pusieron a recorrer, con picos y palas, las habitaciones clausuradas. Debieron remover los yuyos, matorrales y la tierra acumulada en años por ese viento frecuente que llega desde la Patagonia. Mientras tanto, los varones, ajenos a toda curiosidad, jugaban a las cartas y mateaban en la carpa grande. Siguieron por la galería hacia el oeste, refugiándose de la lluvia, y abriéndose camino a machete y pala, pues la vegetación lo invadía todo.

“En el edifico derruido, que parecía construido hacia 1850, hallamos una puerta gruesa, de dos hojas de madera de pinotea. Estaba protegida por dos gruesos postigones de unas dos pulgadas, en cuya superficie todavía se podían ver las marcas de los lanzazos que dejaron los indios en su actividad malonera. Más allá había una ventana parecida a la puerta, pero más chica, y protegida por rejas de hierros carcomidos por el óxido. Forzamos la puerta con uno de los picos y la palita Lineman”, prosigue Camila.

“Encontramos una habitación casi intacta, con paredes y techos. Tuve la impresión de que alguien se había ausentado precipitadamente de ese lugar. Era un dormitorio antiguo, de techo alto de ladrillones apoyados sobre maderos (arriba era de media agua, de tejas descoloridas, según vimos al llegar). Había muebles macizos, un ropero derrengado, unas cortinas al desgaire, sucias y tapadas de telarañas, una cama alta, de bronce, con un colchón de lana, una cómoda con mesada de mármol veteado sobre la cual dormía una jofaina que resultó ser importada… ¡de Venecia!”, se entusiasmó Camila. 

Al costado hallaron un hermoso escritorio, de esos que tenía una tapa corrediza de maderitas enganchadas, “con tanto polvillo que no se veía el color del mismo”. A levantar esta tapa de madera combada, que resultó ser de roble oscuro, como todo el extraño mueble, apareció a la vista una serie de pequeños estantes que rodeaban un secreter. Y estaba cerrado con llave.

“Una de las chicas se sacó un invisible –Camila me aclaró que sería incapaz de tanto atrevimiento, y doy fe pues su timidez me había derretido años antes- y otra esgrimió una de esas cortaplumas suizas con herramientas. Ambas abrieron en pocos minutos el símil de una caja fuerte empotrado en el escritorio, y hallaron un revólver Lefauchex, (de los llamados lechuceros por la deformación del nombre de su inventor) con balas inservibles, un tintero seco, tres plumas de ganso, una cortaplumas de acero de Toledo, y el extraño rollo de papeles.”

El manuscrito, escrito con una letra viril, alta e inclinada a la derecha, le tocó a Camila en el reparto, junto con el tintero seco que decía en su etiqueta descolorida “Made in England”. Las otras mujeres se repartieron las antigüedades a su gusto. La más osada reclamó el revólver viejo; la segunda en actuar incorporó el cortaplumas de Toledo a su colección, y la tercera recibió las plumas de ganso, joyitas de la escritura del siglo XIX, tan valiosas o más que el revólver, por su rareza.” A sus jóvenes amigas -en realidad eran compañeras de trabajo-, no le interesaban los escritos, pues vivían obsesionadas con el hallazgo de huesos originales, auténticos, en el sitio de la excavación.

Nada de esas antigüedades apareció en los informes posteriores a la prensa, pues “no tenían que ver con el recupero paciente de los huesos de los indígenas, aparentemente asesinados con tiros de calibre .44, de algún Rémington de esos que usaban los cazadores de indios para consolidar la Campaña del Desierto en la Pampa Húmeda y la Patagonia Argentina del siglo XIX, hasta entrado el siglo XX.”

Yo sospecho que, como buenos blancos, nos vimos beneficiados por la vieja costumbre del derecho de conquista.

Como no puedo devolver el regalo de Camila, trato de hacer buen uso del manuscrito, obviando su origen non sancto.

Fechado en la década del 60 del siglo XIX, el texto refiere la historia de una muchacha muy hermosa, de unos 15 años, que era criada en esa estancia. Ayudaba en la cocina, traía agua del aljibe, cuidaba que no faltara la leña que cortaban los peones.

Todo ello le había sido transmitido oralmente al escritor del manuscrito en su juventud, y no sabemos el final de este hombre culto, interesado por cuestiones tan domésticas, y que inexplicablemente dejó su habitación intacta, más pertenencias valiosas en rápida partida, como si hubiese sido atacado súbitamente por alguna enfermedad.

Cuenta el hombre, (y yo resumo en nuestra lengua actual para evitar palabras arcaicas y perífrasis voluptuosas) que la chica se hizo mujer a la temprana edad de 13 años. Florecieron sus pechos debajo de la blusa y su cutis se ponía rojizo cuando aparecía un muchacho de unos 23 años, arriero, que había salido del Ejército por mediación de su padrino, un Juez de Paz de la zona. Este hombre tenía ciertos negocios con un Coronel, y le consiguió la baja antes de los tres años de servicio.

El muchacho era también rastreador, y tenía preferencias por el bocado de Vizcacha asada, cosa que hacía con un simple palito o ramita verde sobre las llamas o brasas del fogón, cuando estaban en las interminables incursiones por el campo. En aquella época las patrullas salían a la busca de algún desertor, o gaucho matrero que se escondía en esa tierra de nadie, el mal llamado desierto, que quedaba entre la línea de fortines y la zona de las tolderías indias.

No dice el texto si eran mapuches o araucanos esos indios, pero sí que tenían la mala costumbre de “hacer malones y proteger gauchos matreros, vagos y malentretenidos” fugitivos de la justicia, y cito las palabras pues parecen extraídas del conocido libro Martín Fierro, de José Hernández.

También mercadeaban con contrabandistas y comerciantes ingleses, vascos, e irlandeses, que desembarcaban en la costa atlántica, al sur de la Bahía de San Borombón. El comercio era del tipo trueque: ginebra-en esa época le decían aguardiente por su color clarito, casi transparente- frazadas y mantas de paño inglés, armas blancas-cuchillos y dagas- y hasta algún revólver o escopeta para los caciques o capitanejos, botas, pipas y tabaco, harina molida, telas coloridas del Brasil (en fin, todo lo que después se vendería en los almacenes de ramos generales) a cambio de algunas cautivas y cueros de vaca.

La novedad es que el relato comenta que el destino de estas mujeres esclavizadas no era sólo las tolderías, sino que también las llevaban a la costa de Uruguay, del Brasil, y hasta Centroamérica, en las islas del Caribe. Allá los europeos y criollos ricos tenían especial predilección por la “carne blanca” de Argentina. En las islas de Haití y Santo Domingo, y las Guyanas Francesas y Holandesas se pagaba un alto precio por estas pobres chicas secuestradas en los malones realizados muy al sur y al oeste del puerto de Buenos Aires.

Ello explicaría el hecho de que tan pocas mujeres blancas fueron halladas en las tolderías, cuando esos poblados indios fueron atacados en las sucesivas campañas “al Desierto”. Debo reconocer que estos datos fueron sorprendentes para mí, pero al recordar la historia de la Pulpera de Santa Lucía, no me resultó imposible imaginar a las jóvenes y niñas llevadas como prostitutas a islas lejanas o costas de colonizadores de la misma  laya, en el Caribe, el Brasil, europeos o criollos. Después de todo era un viaje de pocas semanas en barco, y quedaba de paso para Europa.

Prosiguiendo con nuestra historia, cuenta el manuscrito que la bella jovencita, después de cumplir los 15 años, huyó con el arriero Vizcacha. Curiosamente no se aclara el nombre de la muchacha.

Se fueron hacia esa tierra de nadie que se extendía cada vez más hacia el sur y el oeste, y se hicieron un rancho cerca de una laguna. Que en los mapas actuales figura como Laguna de Gómez, cercana a Junín.

La cuestión es que luego se supo la historia de la parejita, y ésta le fue transmitida al relator por su padre (de quien sospecho que no sabía escribir).

El Juez de Paz, padrino del muchacho, solía visitarlos, como quien no quiere la cosa, y encargarle algún trabajo al joven. Que algún cuero especial para su casa, que algunas plumas de avestruz para un Vasco bolichero; y les regalaba algunas mercaderías como harina, yerba de Corrientes, o alguna tela para la ropa que la misma chica cosía a mano, como le enseñaron en la estancia.

La chica quedó embarazada, y su primera hijita murió al poco tiempo de nacer. La tristeza y la depresión ganaron a la pareja, pese a que el Juez les arregló los papeles y la sepultura de la niña. Vizcacha empezó a beber ginebra para poder dormirse, mientras la joven lloraba en los rincones del rancho de adobe y paja brava de la laguna.

Al tiempo el Juez de Paz le encargó a Vizcacha que fuera con un arreo de ganado suyo, y que le trajera de vuelta un toro de un comerciante del Litoral, junto con unas vacas lecheras. Sus negocios iban bien.

A los dos meses volvió Vizcacha a su rancho y encontró a su mujer con el vientre prominente. Adivinó enseguida quien podía ser el intruso, pero no dijo nada, tal vez por miedo, tal vez por vergüenza.

La joven le rehuía la mirada y mucho más el contacto del cuerpo. Por las noches Vizcacha la dejaba sola en el catre, y se hacia un jergón de cueros en el suelo, con su poncho de almohada. Sobrevino una época de gran pobreza, pues el dinero del arreo se terminó, y en la pulpería del Vasco ya no lo recibían tan bien si no tenía algo para cambiar, o con que pagar.  Vizcacha empezó a robar de noche, algunas papas y choclos en las chacras que empezaban a poblar los alrededores de Junín, algunos corderos y gallinas para hacer puchero, o lo que encontraba suelto en los patios de las casas: un hacha, una manea, todo iría a para al pozo de tierra removida que empezó en el fondo de su rancho, debajo de los cueros donde dormía.

“El Vasco se hacía el sonso cuando Vizcacha aparecía con algo robado, pues total lo cambiaba  por baratijas, y también esquilmaba a los gauchos que volvían de la frontera, viejos cuarentones , sin mujer ni tropilla. Solo traían algunos pesos de la última paga y un matungo viejo. Eran candidatos para integrar la peonada de los estancieros inmigrantes que poblaban la zona cerca de las Lagunas de Gómez y El Carpincho. Otros se enganchaban para trabajar en las carretas que iban y venían para el Litoral y el Noroeste. Muchos nunca volvían.”

También da a entender el relato que el Vasco anexó los servicios de una mulatona viuda en la trastienda del almacén de ramos generales, que era lo único que le faltaba a esta pulpería.

Allí no pocos peones y arrieros gastaban sus monedas, en el rancho anexo al galpón.  En este punto del manuscrito aparece una nota marginal en lápiz de Camila, que dice: “También irían los estancieros y chacareros para hacer lo que no hacían con sus mujeres. Menos el Juez de Paz que tenía mañas de pata de bolsa.”

Camila no compartía siempre la lectura que yo hacía, pero ya se sabe que esto entra en la subjetividad del lector. Y me reí solo imaginándola en su arrebato al hacer esta nota, la única, al margen de un manuscrito tan valioso, pues creo que le “salió del cuore”.

Vizcacha también empezó a ir de la Mulatona, cuando conseguía algunas monedas por unas crines de caballo, que se robaba de noche en los potreros de las estancias, con disimulados cortes de un cuchillito verijero. Ya su facón había ido a parar a las arcas del Vasco, en canje por un par de alpargatas de yute. Así, su carácter se fue agriando, ya no reía ni al jugar al truco, o a la taba. Para colmo de males, la suerte le era esquiva y casi siempre perdía. Algunas canas aparecieron en su pelo castaño.

A los siete meses de su regreso, nació un varoncito bastante gordo y rollizo de pelo negro chuzo, muy parecido al del Juez de Paz. Fue entonces que ocurrió un milagro, o dos si se prefiere.

El primero fue que su mujer volvió a sonreír, alegre de tener un bebé sanito y fuerte entre sus brazos.

El segundo milagro fue que Vizcacha encaneció de golpe y se levantó al día siguiente sin ningún mechón que no fuera blanco.

A los pocos días se apareció el Juez de Paz con una vaca de regalo, diciendo que era de él pero que no tenía lugar en su potrero, y que se las dejaba para que la cuidaran. Que sólo necesitaba pasto y agua de la laguna.

Cerca del rancho de Vizcacha y su mujer, pasaba el alambrado que hizo poner el Vasco para separar sus tierras de otras que también eran delimitadas con este nuevo invento traído de Inglaterra.  El Juez de Paz no se quedó atrás y también alambró toda la tierra que pudo, con el dinero de la comisión que le tuvo que pagar el Vasco por tramitarle la titularidad definitiva de las tierras fiscales que estaba “colonizando”. En uno de esos alambrados fue atada la vaca, con unos lazos y maneas de cuero crudo.

Vizcacha se negó redondamente a ordeñar la vaca, y dijo que eso era trabajo de mujeres y de inmigrantes maricones, por lo que las cosas se fueron poniendo más tirantes entre él y su mujer. La joven trigueña de otrora se fue resintiendo también, y se negó a cocinarle a Vizcacha. La superficie de su piel presentaba profundas arrugas, la sonrisa se le fue perdiendo, y su flacura no la abandonó nunca más. En el pasado quedaba el cuerpo de la joven esbelta, grácil y sonriente que había cautivado al joven Vizcacha.

La mujer debió encargarse de cuidar al bebé, e ir a pedir comida a la cocina del campo del Juez de Paz; más que debía buscar agua en la laguna para todas su necesidades, incluso, el lavado del bebe. Unos pañales de lienzo y un pedazo de poncho viejo sirvieron de abrigo al niño, que dormía colgado en una cunita de rama, del techo del rancho, fuera del alcance de víboras y bichos, cuando la madre iba a buscar leche, o agua.

Fue entonces que el envejecido marido decidió hacer otra pieza al lado del rancho, apoyado en el horcón más alto que daba la norte. Con salida para el este, era una suerte de choza mal terminada pero que protegía de los vientos del sur y de las lluvias de la Mar Chiquita. Así decían antes a las tormentas que llegaban desde Córdoba empujadas por vientos cordilleranos hasta nuestra Pampa Húmeda.

Sus brazos debilitados por la falta de comida y el exceso de bebida conspiraron para que la construcción se demorara. Toda la primavera trabajó, y al llegar el verano comenzó a techar el alero. Entre tanto, la mujer sufría y lloraba por la separación; y trabajaba como burra para ordeñar la vaca y lavar los trapitos de su hijo.

“Flaca, desnutrida y arrugada, el Juez de Paz la vio como avejentada, y no la visitó más, ni siquiera cuando no estaba Vizcacha.  La mujer debió ir a mendigar comida a la cocina del campo del Juez, pero este no se dejaba ver. Orgullosa en su miseria, nunca preguntó si estaba.”  Este párrafo me impresionó fuertemente, pues parece sacado de un contexto más actual, en el que la mujer ha logrado librarse de muchas cadenas materiales y espirituales que la condenaban.  A veces me pregunto por que no titulé este relato “Cautiva de la Miseria”.

Como a los tres años del nacimiento del chico, el Juez se acordó que no lo habían bautizado, y fue a avisarles a los “padres” que vendría un cura de Junín a la pulpería y bautizaría a todos los “inocentes” de la zona.

Resultaron ser como veinte niños de diferentes edades, pues la parte oeste de Junín se había extendido en campos y sus puesteros eran matrimonios jóvenes que cuidaban el ganado y hacían pequeñas huertas. Algunos eran vascos alambradores que se habían establecido con algunas criollitas de la región. Casa y comida no les faltaba.

En el bautismo grupal, un peón del Vasco gritó:

- ¡Ahora le toca al hijo del Viejo Vizcacha!, y lanzó una sonora carcajada que fue festejada por todos los peones, y aún por aquellos puesteros nuevos que no conocían la verdadera historia del Viejo Vizcacha.

En la algarabía, hasta el cura se rió, sin entender lo que pasaba.

Vizcacha miró torvamente, y no dijo nada, bajo la mirada severa del Juez de Paz. Al día siguiente concurrió en un matungo a la pulpería del Vasco, y con unas copas de más salió al patio trasero, donde los peones comían su churrasco de un costillar estaqueado, mientras charlaban en rueda.

Ahí fue el Viejo Vizcacha como para cortar un pedacito de carne, y les escupió el asado. De inmediato le llovieron los rebencazos y talerazos por el lomo.

Vizcacha se escabulló, y a duras penas se pudo subir a su matungo, para escapar entre los gritos de amenaza.

El Vasco, al oír la gritería, salió al patio y prohibió la persecución del Viejo, conocedor de todos los entuertos con el Juez de Paz, y su hijo no reconocido. La Mulatona lo tenía al tanto de todo lo que comentaban los peones, incluso el resentido Vizcacha.

A los dos años del bautismo, el Juez de Paz fue a hablar con la madre de su hijo. El niño ya tenía casi cinco años, y sabía andar a caballo, ordeñar, e incluso iba a jugar con los niños de otros peones, que se juntaban en un montecito cercano a la pulpería, a cazar pajaritos y perdices, con trampas de cerda de caballo y pequeñas boleadoras.

Vizcacha escuchó todo detrás del tabique; el Juez dijo que en marzo del año siguiente el niño iría a un colegio de curas de Junín, puesta tendría edad para aprender las primeras letras y él no quería que fuera un gaucho rotoso como esos peones.

La pobre mujer, de la que nadie se dignó anotar su nombre nunca, se puso a llorar desconsoladamente.

Llegó fin de año, hubo un enero espantoso de largo y seco, y en febrero tenues lluvias decidieron al Juez a realizar el viaje a Junín en su nuevo carruaje con capota de cuero betunado.

Dos percherones arrastraban el carricoche de cuatro ruedas. El niño fue llevado a internar en un colegio. No dice el relato si finalmente se le cambió el nombre o se le anotó con el apellido del Viejo Vizcacha, que tampoco registra la historia.

Esa misma tarde, después de la siesta sucedió lo del mate frío: Vizcacha estaba borracho, y le exigió a la mujer que le cebara mate.

Como la mujer se negara, le descargó el mango de su talero en la cabeza: este látigo era un palo de madera grueso forrado en cuero, de unos treinta centímetros, con la hoja del mismo cuero crudo.

“El Viejo Vizcacha, cuando se despertó de su borrachera, dejó a la difunta en el catre, y fue a buscar al Juez de Paz.

- Quedate tranquilo: aquí no ha pasado nada; ponemos muerte natural y luego me quedás debiendo unos favores. Y firmó un certificado por “muerte accidental”.

Vizcacha siguió viviendo solo, al servicio del Juez de Paz, por muchos años. Pero en alguna borrachera, quizás por rencor, o por alardear, el propio viejo se confesó delante de otros bebedores.”

También puede ser que la transmisión oral le haya agregado a la historia lo del mate frío, que resulta un detalle totalmente superficial.


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