A 5 años de la inundación

La brecha

por Miguel Espinaco

Ayer fue domingo, pero no cualquier domingo. Ayer fue un domingo de elecciones.

Y ya se sabe que los domingos de elecciones son bien raros: uno ve desde antes de las ocho de la mañana colas en las escuelas porque los tempraneros que quieren desocuparse rápido ya están ahí, sacándose ese problema de encima.

Ayer era, entonces, un domingo gris y con llovizna que tenía el condimento de las elecciones, que lo convertía en domingo de filas aburridas pacientes bostezantes, en domingo de fiscales corriendo de acá para allá y de vuelta para acá, en domingo de celulares a todo trapo, de políticos repitiendo a los micrófonos sus gastados libretos altisonantes. Lo convertía en un domingo con sus particularidades, siquiera porque servía para repetir el viejo y gastado reflejo de meter el sobre en la urna de cartón, el gesto henchido de nuevas esperanzas o hinchado por usados escepticismos, la costumbre de esperar el escrutinio a las dieciocho como quien espera el final de una novela, el festejo, la puteada, la indiferencia.

Después contarían que ese domingo no había sido sólo eso, que ese domingo había sido el principio de la inundación que trastornaría vidas y sueños a miles de santafesinos, pero eso sería después, porque por lo pronto a votar antes de ese futuro inevitable en el que serían olvidadas las caras sonrientes en los afiches, antes de ese otro oscuro futuro insospechado en el que todos hablarían, y comentarían, y desnudarían una vez más que hay cosas que parecen triviales porque se disimulan entre lo cotidiano, pero que mutan y se trastocan y terminan desordenando la historia. Cosas que después se vuelven importantes.

Ayer domingo la brecha, claro, no era todavía la brecha, no era este delirio de agua. Los que viven en el Barrio Hipódromo lo mismo estarían preocupados porque el agua ya entraba y se escurría, ya debía ser una sospecha, una carta mostrada por el río a la ciudad, una amenaza latente dibujada en una cinta de agua marrón que no habrá tenido mas de diez centímetros pero que lo mismo empujaba con constancia, prologo intimidante de esta catarata de lunes.

Ahora que muchos no saben qué hacer y otros hacen antes de saber qué, son pocos los que se detienen a contar sobre los tres hombres que no eran parte del paisaje del barrio pero que lo mismo eran gente conocida, caras vistas en los carteles, en los noticieros, en los programas de la tele; son pocos los que comentan sobre el semicírculo que formaban ayer, en ese domingo que ahora parece tan lejano, parados de frente a la puerta que el río ya se estaba abriendo, mirando con las manos unidas en la espalda. El más conocido- dicen ahora, pero quién sabe - el que ya era personaje público por manejar autos antes de convertirse en gobernador de la provincia preguntaba qué vas a hacer con esto. En el centro del semicírculo que escrutaba la brecha que todavía era apenas amenaza, el ministro sacaba los brazos de su espalda y los llevaba a entrelazarse sobre el pecho, un gesto nada más, un ademán para no dejar solos a sus ojos que viajaban sobre la planicie marrón Del otro lado, el intendente de la ciudad que iba a inundarse decía no te hagás problemas Lole, yo esto para mañana lo soluciono.

Es lunes y es la siesta en Santa Fe y es el paisaje de la zona del hipódromo, el paredón a un lado, la subida a la Circunvalación Oeste al otro, la calle Gorostiaga que va hasta la entrada del golf bordeando el paredón. El viejo domingo es tan lejano que las historias bien podrían ser leyendas y la semana pasada en la que el agua era una noticia de los diarios bien podría ser algo así como una prehistoria, un viejo relato repleto de suposiciones y misterios, de mitos sobre la inundación de pueblos en el norte, de comentarios sobre rutas que se cortaban cuando el río exagerado las pasaba por arriba.

Ahora no hay mucho tiempo para pensar en eso porque ya está entrando agua, mucha agua que ya arrastra, que viene desde atrás, desde el río, aunque no esté bien decirlo así, porque el agua que entra es el río, es un trozo de río que se mete, que entra por la calle Gorostiaga entre el muro abrupto en que termina el terraplén y la pared del hipódromo, cinco o seis metros apenas para que pase el agua, el agua que es el propio río.

Por los portones no entra nada todavía y entonces se puede pasar en auto para ver desde el hipódromo el bordo superado en cuatro o cinco puntos. Hay una camioneta de la municipalidad y mucha gente, y hay una máquina con la que ya va a ser imposible intentar cerrar las vías que se viene abriendo el agua, hay una cuadrilla trabajando y hay vecinos que intentan ayudar poniendo bolsas, el director de vialidad y un ingeniero de Obras Públicas hablan y señalan. El ruido es inmenso.

Un muchacho del barrio trabaja y al mismo tiempo se desespera y al mismo tiempo grita para que lo escuchen, grita que desde las ocho de la mañana les viene diciendo que a ese cierre había que hacerlo al revés, por el lado de atrás de la brecha, dice, desde las ocho, grita, que les vengo diciendo. A un costado el director de hidráulica habla con el ministro: se pudrió todo, esto va a ser una catástrofe, y el ministro vuelve a cruzar los brazos sobre su pecho como a lo mejor ayer y le contesta hablando demasiado bajo que no, que él va a seguir consultando.

Un vecino trata de proteger su casa con bolsas y no le cree a un ingeniero que le explica que el agua va a llegar acá, con la mano levantada bien arriba y con la palma hacia abajo. Un camión de culata tira piedras sobre el cierre improvisando, piedras tan chiquitas que no alcanzan ni siquiera para convocar a la esperanza. Alguien comenta que en el ministerio, al mediodía, se había hablado de tapar con un contenedor con piedras y se hace, pero no, es como querer parar un río con un barco.

El agua corre ya hacia el sur, paralela al terraplén, y ya viaja por la cuneta de la Avenida Circunvalación, del lado de adentro de la ciudad. Seguramente el bordo termina de romperse porque el agua ahora es demasiada. Un ingeniero mira una tapa celeste que sobresale apenas del raudal de agua y memoriza, porque más tarde va a servirle para algún cálculo, un cuidador del hipódromo forcejea para sacar a un caballo de la locura de la correntada.

El agua se dedica minuciosamente a llevar la piedra del contenedor y después, por fin, a arrastrar el barco de metal pintado de amarillo, a llevarlo río abajo, ciudad abajo, hasta hacerlo encallar cien metros más al sur contra el terraplén impotente.


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