Conflicto del campo

Imaginarios

por Miguel Espinaco

Está claro que este debate mechado con cortes y cacerolazos dio mucho para hablar. Uno podría meterse ahí para preguntarse por qué tanto ruido por un impuesto más o menos para un grupo de empresarios, o por qué el gobierno no logró presentar el aumento de las retenciones como una medida antiinflacionaria y no como un manoteo de caja, o por qué los pequeños productores del campo no aparecieron diferenciados de los grandes pulpos de los agronegocios, si eso fue sólo un error político en el anuncio del gobierno o si se trata de un acierto de los grandes empresarios agrícolas, o si bien, un escenario de dueños de la pelota y de rehenes los ha mezclado inevitablemente.

Uno podría opinar sobre si corresponde dejarse vapulear y entonces verse obligado a tomar posición del lado del campo o del lado del gobierno, si al fin y al cabo todos juntos y en comunión han creado este reino de la soja del que somos súbditos. O también podría ponerse a proponer un montón de medidas que apunten a que de verdad pase lo que el gobierno dice querer que pase - que el país se des-sojice y que paguemos precios argentinos por los alimentos - cosa que en realidad lejos ha venido de suceder con esta declamada política de acumulación con matriz diversificada.

Pero a mí, entre todos los debates posibles, me llamó la atención ese otro debate que detonó esta semana, ese debate oculto que se puso sobre el tapete aunque sin explicitarse del todo pero que ahí está, y si uno escarba apenas un poco, ahí aparece.

No sé si lo habrás notado: detrás de la excusa de las retenciones, detrás de ese emergente, de esa chispa, esa fracción de la población que los medios llamarían "gente", ese sector que con un poco más de precisión sociológica podríamos definir como clase media urbana, hizo un strip tease de sus propios imaginarios, nos mostró a todos cómo se ve a sí misma y cómo ve al resto de los sectores componentes de la sociedad.

Primero, compraron sin vacilar eso de "el campo" dicho así como si existiera un señor llamado campo, un algo con entidad y definible como unidad, llamado campo. A mí me asombró mucho ver un titular en un diario: el campo provocó más de cien cortes, decía el título, pero qué campo, de cuál de todos los campos hablan.

¿Acaso de los peones que viven en la lona? O de los medianos empresarios esos que tienen unas cuantas hectáreas y cambian la cuatro por cuatro todos los años? O hablan de los que tenían o tienen un puñado de tierra y tuvieron o tendrán que venderlo porque no les da la economía de escala para bancar el costo del glifosato? ¿O hablan de los gerentes de Monsanto o de alguna de las compañías de la patria exportadora? ¿O de esos dueños de grandes extensiones de tierra, esos que tendrían que escribir sus pancartas en otros idiomas porque ni saben escribir en castellano?

La cuestión es que la llamada "gente" compró así nomás, sin hacerse demasiados cuestionamientos por las contradicciones, ese unitario y simplificador concepto de campo, un poco porque la presión de los medios de difusión es mucha, pero un poco también porque esa idea tiene mucho que ver con la forma en que esa clase media urbana se ve a sí misma.

La cosa es más o menos así: los otros que cortan rutas y calles, los que habitualmente hacen los cortes, son en su discurso cotidiano negros de mierda, gente que no quiere laburar, pero a estos no se les puede decir así, ni rubios de mierda ni blancos de mierda tampoco porque quedaría feo, sonaría muy mal. Por otra parte el campo, en el imaginario social, es el campesino que se esfuerza, ese que construye su futuro con su trabajo de sol a sol. Ya sé que se trata de un concepto simplificador como el de suponer que los colonizadores del lejano oeste americano se parecían todos a la familia Ingalls, pero es una idea que les sirve de espejo: ellos son como nosotros, ergo nosotros somos como ellos, somos los que construimos el país.

Pero ocurre que como toda marcha provoca su contramarcha, todo concepto de nosotros dibuja un contraconcepto, una idea del otro, de ese que no es como nosotros que somos los que trabajamos de sol a sol, los que ponemos el hombro.

Estoy seguro de que ya me vas entendiendo. Esta clase media urbana hacía asambleas y confraternizaba con los piqueteros en el 2002, tiraba papelitos desde las oficinas cuando pasaban las marchas y los aplaudía, mientras soñaba con rajarse de este país que se hundía. Hoy, se siente parte del "campo" que paradójicamente no es el campo popular ni mucho menos, se siente parte de ese nosotros al que el gobierno le saca la plata vía retenciones e impuestos para darle a los otros, a los que no son como uno, a los que no trabajan, a esos pobres que para la simplificación de esa construcción colectiva y simbólica tendrían todos - más o menos - una cara parecida a la del patotero oficialista Luis D´elía, devenido en paradigma de millones, pobre gente.

Claro que es mentira. La parodia de que el gobierno le saca la plata al campo para darle a los pobres es una parodia, apenas si arbitra entre los distintos sectores empresarios y les saca a uno para subsidiar a otros, pero es así siempre, las luchas se expresan en símbolos, las ubicaciones de las clases sociales se concentran en imágenes que las sintetizan al costo de distorsionarlas.

El strip tease de la clase media urbana, que fue ahora mostrado por la tele en vivo y en directo, en realidad no es tan nuevo, ya se había expresado en el voto a Macri - ese simpático empresario próspero que ciertamente nunca en su vida trabajó pero que lo mismo tuvo éxito - una cosa que cinco o seis años atrás habría sonado tan delirante como la idea de votarlo a Isidoro Cañones para presidente, pero ahí tenés, ahí tenés a la famosa "gente" que la tele inventa y comenta, pintada de cuerpo entero.

Y ahora el campo, esa entelequia, esa bolsa en la que entran las ideas que uno quiera poner adentro, sirve también de espejo en el que mirarse y admirarse: somos los que construimos el país, dicen ellos desde los cortes en las rutas, y el hombre urbano se siente parte de la epopeya que obviamente tiene, como toda epopeya, un enemigo gigantesco y oscuro: el gobierno corrupto y los otros, esos que viven sin trabajar a costillas nuestras.

Extraños caminos que dibuja el capitalismo para mostrar cómo define y cómo dibuja a las sociedades, cómo es muchísimo más que economía aunque su sustrato sea el funcionamiento del mundo económico. Extraños caminos digo, porque a este campo con su multidimensionalidad de enterrados y de dueños de la tierra, de trabajadores y de rentistas, de pobres diablos y de señores de la renta agraria, lo inventó justamente el duhalde kirchnerismo que apostó sus fichas al milagro de la soja. Y a esta clase media urbana que al ritmo del crecimiento del consumo se mira en el espejo de la riqueza, también la inventó el duhalde kirchnerismo.

Y son ellos ahora, ese campo y esa clase urbana, la que desarrolla detrás de la excusa de las retenciones algunos rasgos que algún viejo peronista no vacilaría en adjetivar como gorilas, son esas concepciones imaginarias las que rigen los discursos, es esa forma de verse a sí mismos y a los otros la que manda.

Y por eso ya no importan las retenciones, ni tampoco la teoría económica ni los argumentos, por eso no le sale a la "gente" que nos muestra la televisión, hacer cacerolazos porque el gobierno no redistribuyó nunca realmente los ingresos del crecimiento económico que tanto festejan los empresarios, o cacerolazos porque sigue habiendo tanto chico pobre y sin futuro, o porque sigue habiendo millones de tipos sin laburo y no hay un subsidio de desempleo como en cualquier país "serio" - como le gustaba decir al ex - o cacerolazos porque la tierra y el oro y el petróleo no son de nosotros como las penas.

Todo eso, claro, no entra en el rango de visión de la "gente", de esa especie de nuevos Susanitas, aquel querible personaje de Quino, de esa nueva categoría mediática ya que no sociológica que se suma gustosa a los cacerolazos por los "productores" que vendrían a ser gente como uno. Y no entra no sólo porque no sea fácil verlo, sino también en gran medida porque no quiere ser visto, porque son apenas parte de un enemigo oscuro y necesario que aparece solamente en las crónicas policiales, sugerido apenas en las enrevesadas callejuelas de las villas en las que no se entra, en las alusiones al aparato clientelar de los punteros y, de vez en cuando, en la solidaridad culposa del que necesita sentirse derecho y humano.

Lástima. El hombre del taxi y el de la oficina y el de la empresita y el del campo, ese que dice somos los que trabajamos y construimos el país, que casi siempre tiene derecho a sentirse trabajador y orgulloso de eso pero que piensa lo que piensa y dice lo que dice nada más que para definirse en blanco sobre negro, en oposición a ese otro que no es Macri ni el accionista de Monsanto, claro, que es ese impreciso "negro de mierda que no labura", ese hombre podría enterarse de que nada es tan trabajoso como vivir sin servicios, sin pavimento, sin un medio social que te reconozca, en medio de la ley de los tiroteos sin ley, de la policía que dispara porque la cara te condena, del cura que te dice que aguantes, del puntero que te vende unas chapas a cambio de un voto que ya ni te importa. Podría enterarse de que nada es tan trabajoso como levantarse a las cinco de la mañana para conseguir, con suerte, un turno en el hospital para el nene, nada es tan trabajoso como hacer changas por monedas y no tener computadora, y no viajar a Mar del Plata en el verano, y no tener demasiada carne para el puchero. Podría enterarse de que en el capitalismo no hay ningún trabajo más terrible, más agotador, que el de trabajar de pobre.


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