Los pibes de Magdalena

por Miguel Espinaco

Primero fue un motín. Eso dijeron, un poco para que se tranquilizaran las conciencias y otro poco para que no nacieran las preguntas, para que todo transcurriera como debe ser: los presos son presos, gente oscura de piel y de intenciones que, ya se sabe, se dedica a quemar cosas en la locura de la droga y el alcohol, a pelearse a facazos ataviados con modernas armaduras fabricadas con el aluminio de los tetrabrik y a hacer lo imposible para que se incendien los colchones, metáfora de suicidios con olor a infierno merecido y a poliuretano.

Después resulta que no, pero eso empieza a saberse cuando la noticia declina, cuando el olor a tinta fresca de la novedad ya no se huele, cuando otras primicias ya ocuparon los títulos de tapa y los último momento de los noticieros. Ya nadie presta demasiada atención ahora, pero resulta que no, resulta que al final no había habido ningún motín.

Por unos días entonces, nos enteramos profusamente de las condiciones en que se encuentran las cárceles superpobladas y nos familiarizamos un poco con la jerga que diferencia entre cachivaches, que vendrían a ser los duros y peligrosos que ya tienen experiencia, y los giles o mononos, los nuevitos, los pibes que se portan bien y que generalmente recalan en los pabellones de autodisciplina en los que los presos se organizan más o menos solos porque son tipos que estudian o trabajan, que tienen "conducta". Por un tiempo, leemos concienzudos análisis en La Nación, que nos recuerdan hasta el hartazgo el artículo 18 de nuestra constitución y protestan con tono de librito de formación cívica porque las cárceles no sirven para la rehabilitación y leemos estadísticas que nos sorprenden apenas un poco, cuando nos informan que en sólo 7 años la población carcelaria se multiplicó por dos y que el setenta por ciento de los presos tienen entre 18 y 34 años de edad.

Hay que buscar para enterarse de que los guardiacárceles cerraron con candado el pabellón en el que unas sesenta personas se debatían en la nube de humo, hay que revisar para anoticiarse de que los matafuegos no funcionaban y que los bomberos que llegaban no tenían dónde conectar las mangueras, hay que buscar las notas periodísticas que revelan las declaraciones de los internos de los pabellones vecinos que tuvieron que entrar a salvar vidas entre la confusión y la locura de las balas de goma. Y así y todo no alcanza: falta todavía la indignación.

Dicho ahora puede parecer poca cosa y quizás sea cierto. Al fin y al cabo es nada más que una anécdota chiquita pero de verdad fue así, fue una frase perdida, un comentario metido en una nota de Elías Neuman la que me lo hizo notar: no se registra la mera y elemental condolencia a los familiares de los muertos por parte de autoridad alguna, decía la nota.

Después uno se pone a considerar y se da cuenta de que no es sólo eso lo que no se registra, que tampoco hubo una plaza llena de velas como la de Blumberg, ni un revuelo político que pusiera a Solá contra las cuerdas, ni comparaciones que hicieran un paralelo con Cromañón, ya que parecidos no faltan.

Desconozco si alguien se tomó el trabajo de medir el centitmetraje de diarios que ocuparon los muertos de una y otra tragedia, a mi apenas si me alcanzó el presupuesto para poner a trabajar el buscador de La Nación y descubrir que en quince días ese diario publicó veinticuatro notas que hablaban del penal de Magdalena, mientras que Cromañón les había dado tela para doscientos ochenta notas en el mismo período de tiempo. Estoy seguro de que una comparación entre los tiempos de televisión ocupados entre una y otra noticia, mostrarían también una diferencia abismal.

Pero lo de la mera condolencia incluye la indignación y ese es el punto, porque me parece que me involucra y te involucra. De pronto, el comentario de Neuman que habla de las inexistentes condolencias de autoridad alguna habla también de nosotros, de cómo vivimos nosotros esta masacre que no parece haber ocurrido en nuestro mundo sino en un mundo de otros, en el mundo de los presos, habla de que nos han convertido en parte del problema.

Los pibes de Cromañón eran hijos y hermanos y novios y padres y los pibes de Magdalena también, y también respiraban, y pensaban, y eran gente, mal que les pese a los que pusieron un límite a esa palabra que devino fascismo vergonzante . Los unos iban a ver un recital y los otros estaban en las cloacas del sistema que fabrica pobres a mansalva, la mayoría de ellos ni siquiera habían sido condenados por esta justicia que deja escapar a montones a los ladrones de guante blanco pero mete presos rapidito a los pobres que no tienen red, por lo menos veintinueve de los treinta y tres muertos tenían todavía la presunción de inocencia hasta que se les probara alguna culpa, ni siquiera eran candidatos a la pena de muerte legal que pregonan algunos animales que salen por la tele, tipos que sin vacilar se consideran a sí mismos gente.

Pero hay una línea muy tenue y ese es el punto, te decía.

De un lado las ideologías que fabrican las maquinarias hechas para eso, la mentira despiadada para que las muertes nos parezcan ajenas, lejanas como si sucedieran en un jueguito virtual. Del otro lado, más acá, el modo en que se nos hacen carne, la forma en que empiezan a ser nuestra ideología sin que nos demos cuenta, inocentes víctimas esterilizadas convertidos en inocentes victimarios por omisión de indignación.

Compartir una nota que se llame los pibes de Magdalena, que los ponga cerca aunque más no sea en el mundo de las palabras puede que sea poca cosa: apenas una anécdota chiquita. Juro que no se me ocurre de qué otro modo hacerlo.

Supongo que por algo se empieza.



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