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Una anécdota chiquitita

Por Miguel Espinaco

     Hay veces en las que los análisis teóricos pueden resultar demasiado alejados de la vida cotidiana. Mucho se ha escrito de la fragmentación social, que se profundizó hasta niveles insospechados después de que la versión neoliberal del capitalismo argentino barrió con los tibios logros del estado de bienestar, con las redes de contención social y con la relativa integración que resultaba de niveles no tan altos de desempleo. Sin embargo, y a pesar de todo ese estudio acumulado sobre el tema, una anécdota muy chiquitita puede resultar más clara, puede servir de botón de muestra para que todos esos análisis sesudos resulten algo más comprensibles.

     Esta revista está hecha por trabajadores. Daniel y Javier, por ejemplo, trabajan en sendas oficinas públicas, Cacho es jardinero, Gabriela es maestra, Adrián es carpintero y actor, Ariel Enzo y Mariano son estudiantes y organizan sus futuros de trabajo. Daniela es bioquímica y vende su tiempo y sus conocimientos a un laboratorio, yo, trabajo en el Ministerio de Asuntos Hídricos, que por estos días anda de paros.

     Resulta que, como pasa casi siempre, el gobierno decidió hacer un cambio cosmético, en este caso para que parezca que les preocupa mucho el desastre que hicieron en la inundación, entonces trajeron un puñado de funcionarios bien rentados que se dedicaron a ignorar los conocimientos, la experiencia y las ganas de los trabajadores, a correrlos a un rincón para que no molestaran y a olvidar una vez más sus legítimos reclamos de tener por lo menos un sueldo que sirva como reconocimiento, un sueldo que alcance por lo menos para llamarse sueldo, palabra que en la generalidad de los casos le va quedando grande a esa especie de plan trabajar VIP que se abona a los empleados públicos. En fin, cosas parecidas a las que suceden en otros lugares, en el Ministerio de la Producción por ejemplo, nada demasiado original.

     Como parte del reclamo, el otro día fuimos a la Casa de Gobierno. La idea era presentar un petitorio, pero en la puerta nos dijeron que no entráramos, porque iban a venir unos piqueteros y entonces el hall estaba lleno de policías con escudos y palos, ya se sabe, esa parte del paisaje que se va poniendo repetido. Nos quedamos en la puerta y después fuimos hasta la esquina mientras los delegados entraban a presentar el petitorio, y en la puerta y en la esquina, nos dedicamos a repartir volantes, preocupados porque la "gente" se enterara de nuestro reclamo.

     Detrás de la valla esperaban un puñado de personas, me refiero a esas personas que los medios de difusión no acostumbran a incluir en la categoría "gente", a esas personas que no andan demasiado bien vestidas, a esas personas que deben vivir en esos barrios tan lejanos. Ellos esperaban allí quién sabe qué, con sus bicicletas apoyadas contra los bancos de la plaza. Me crucé a alcanzarles un volante.

     "De dónde son?" me preguntó el más joven de un grupito de cuatro. Yo le expliqué de dónde éramos y que estábamos reclamando. "Cuánto ganan ustedes?" volvió a preguntar, y yo le dije que había sueldos de quinientos pesos, que era una barbaridad. Eh, me dijo entonces, si yo tuviera un sueldo de 500 pesos me alcanzaría para el alquiler, me contó, y siguió hablando de que era técnico en computación, pero que hacía un toco de tiempo que no conseguía trabajo y que su mujer tampoco conseguía laburo y que tenía tres hijos. Los otros asentían e insistían con que no hay trabajo. Yo, que buscaba los puntos de contacto entre tanta distancia, les dije que estábamos en la misma, que a nosotros nos pagan poco porque hay tantos desocupados y que hay tantos desocupados porque ellos pueden hacer trabajar más tiempo a los ocupados con la amenaza de la desocupación, que estamos todos en la misma red, les dije, pero la explicación me resultó demasiado embrollada hasta a mí mismo, que era el que la intentaba desenredar.

     Les conté, entonces, como nos usaban a unos contra otros, que no nos habían dejado entrar al hall de la Casa de Gobierno con la excusa de que estaban ellos que venían a hacer quilombo, que por eso a ninguno de mis compañeros se les había ocurrido traerles volantes: "qué vamos a hacer nosotros quilombo", me dijo el que parecía el más resignado del grupo de cuatro, "si somos más pacíficos nosotros.....".

     El más joven me explicó que ellos no podían conseguir un trabajo como el nuestro porque había que ser amigo de alguien y yo le dije que ahora ni así, que antes el trabajador que tenía un empleo público sabía que su hijo iba a conseguir un puesto en su propia repartición o en alguna otra, pero que ahora ni eso. Yo busqué y rebusqué argumentos, y dije que me parecía que la única solución era un subsidio de desempleo para todos los desocupados que alcanzara para morfar, y ellos insistieron en la necesidad de crear trabajo genuino, supongo que empujados por la culpa que les crean los insistentes comentarios de la televisión.

     O a lo mejor, los comentarios de la gente que habla lo que la televisión le dicta, claro, como uno de mis compañeros que - cuando caminé de regreso los cincuenta metros para volver a mi grupo y traté de contar lo que había pasado - me dijo sí, acercales una pala y vas a ver que salen todos corriendo. Está bien, es cierto, el comentario se deshace fácil, yo le contesté que conozco a varios empleados públicos que harían lo mismo y él, supongo, se dio cuenta de que su generalización era un poco exagerada.

     Es cierto también que otros compañeros no dijeron nada parecido: apenas si sospecho que sintieron lo que yo había sentido, que no existen todavía las palabras para saltar esos cincuenta metros que nos separaban de aquel grupo de desocupados.

     Ya lo sé. Es apenas una anécdota chiquitita, una anécdota de eso que llaman fragmentación social que no podrá nunca reemplazar a los análisis sesudos. Después - bastante después - me pondría a pensar que la realidad es, por suerte, muchísimo más complicada que en la simplificadora paranoia de mis sensaciones, y que en esa realidad tenemos parte. Pero mientras la vivía, no pude ni por un momento dejar de pensar que había alguien mirando desde arriba asegurándose de que esa distancia entre pobres y más pobres se mantuviera inalcanzable, un alguien que podría dibujarse como ese señor gordo, como esa caricatura del poderoso, del gran millonario, del que vive a costa de la miseria ajena.

     Mientras vivía esa anécdota chiquitita que hoy te cuento, no pude ni por un momento dejar de recordar cierto libro de ciencia ficción que alguna vez leí, una historia en la que unos señores misteriosos jugaban partidas de ajedrez con las vidas de la gente, para matar su aburrimiento.



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