Grecia, socialdemocracia y después por Luciano Alonso El mes de mayo pasado se vio cruzado por informaciones y análisis de todo tipo sobre la crisis griega y las posibilidades de su “contagio” a los demás países de la Unión Europea. Abundaron y abundan las comparaciones con la crisis argentina de 2001. Si bien las condiciones históricas y económicas son muy distintas, el hecho de que ambos países partieron de situaciones cercanas en el tiempo en relación con sus tasas de inflación, gasto estatal y fugas de capital, y que compartieron el impacto de las políticas neoliberales y la incapacidad de una política monetaria propia por estar atados a la convertibilidad con el dólar en el caso argentino y al euro en el caso griego, abonan un paralelismo espeluznante (cf. Mario Rapoport, “Grecia en el espejo argentino”, en Diario Página/12, 30 de mayo de 2010) Lo ocurrido en Grecia es una típica crisis fiscal del Estado, con las connotaciones propias de la etapa de predominio del capital financiero y de injerencia de los organismos internacionales de crédito en las finanzas domésticas. La deuda pública alcanzó antes del plan de salvataje los 363 mil millones de dólares, o sea unos 33.000 dólares por habitante. Con esa cifra superó el 125 % del Producto Interno Bruto del país, mientras que el déficit fiscal llegó al menos al 12,4% y la tasa de desocupación se acercó al 10%. A eso se agrega desde tiempo atrás un proceso inflacionario constante, sin que la pertenencia a la zona del euro le permita devaluar su moneda, en el marco de un fuerte plan de privatizaciones que encareció aún más los servicios domésticos y de una balanza comercial desfavorable. La situación llegó al punto en el cual el gobierno no podía atender los exiguos vencimientos de deuda pública previstos para el 19 de mayo, con lo que de no mediar la ayuda de sus socios hubiera debido declarar la bancarrota. El estallido de las finanzas públicas griegas, esperado por cuanto analista supiera sumar y restar, dejó ver inmediatamente dos grandes problemas: en primer lugar, las tensiones internas de la Unión Europea, en segundo término, la encerrona en la cual se metió el Movimiento Socialista Panhelénico (PASOK) y con él toda la socialdemocracia europea y muy especialmente la mediterránea. Desde la perspectiva europea, la inclusión de Grecia desde 1981 en la Comunidad y luego en el Tratado de Maastricht se debió más a la línea geopolítica de la Unión que a la fortaleza de su economía para conformar un agrupamiento a escala continental. Con un carácter prácticamente periférico respecto de los países centrales de Europa, el Estado helénico fue a la cola de la locomotora alemana y sus socios mayores. Durante un tiempo se benefició de la estabilidad económica y la disponibilidad de créditos baratos –lo que no hizo más que facilitar su endeudamiento–. También aprovechó las ayudas por parte de la Unión, pero con la ampliación de ésta a la zona centro-oriental su índice de desarrollo se encontró mucho más cercano al promedio y se debilitaron las posibilidades de obtener más recursos. La situación griega al interior de la Eurozona es una buena demostración de que no hubo en estos últimos treinta años políticas de verdadera integración más allá de la apertura de flujos de capital y de mercado, de tal modo que las asimetrías entre países respecto de los niveles de concentración de capital, la capacidad industrial y tecnológica o los índices de distribución del ingreso no sólo no fueron salvadas sino que se reprodujeron. Con respecto a la conducción del Estado griego, la situación desesperada del PASOK muestra hoy cómo las pretendidas izquierdas socialdemócratas terminan haciendo el trabajo sucio que requieren las derechas. El Movimiento Socialista Panhelénico llegó por primera vez al poder en 1981 con su fundador, Andreas Papandreou, casi en paralelo con una serie de triunfos socialistas en los países latinos como Francia, Portugal y España. Con el paso supuestamente cambiado respecto de la tendencia neoconservadora en lo político-cultural y neoliberal en lo económico que campeaba por los Estados Unidos de Reagan, la Inglaterra de Tacher y la Alemania de Kohl, estos “socialistas” insertaron sus gobiernos en la corriente dominante abandonando –en aquellos casos en los que aún no lo habían hecho– toda referencia al marxismo en particular y a la crítica del capitalismo en general. El historiador griego-norteamericano James Petras lo resumía muy bien hace varios años cuando relataba el modo en el cual el gobierno helénico había decidido primero no avanzar en la socialización de la economía, luego había renunciado a nacionalizar algunos recursos y servicios claves, más tarde admitió que no podía transformar el sistema político y por fin que ni siquiera se iba a socializar el campo de la producción cultural, con lo que el único objetivo que podía plantearse seriamente era el desarrollo de algunos programas educativos localizados. Aparte, por cierto, de embolsarse cuanta coima y negociado pudiera hacerse con las cuentas públicas a imitación de los socialdemócratas de otras latitudes. Porque si ya no hay programa político colectivo que defender, ¿qué queda sino pensar en asegurar al menos el futuro individual de cada funcionario? Tras un interregno de cinco años de gobierno del partido derechista Nueva Democracia, el PASOK volvió al poder tras las elecciones del 4 de octubre de 2009. Si en los veintitantos años anteriores se había mostrado incapaz de encarar transformaciones estructurales en la sociedad helénica, la situación a fines del año pasado fue aún más desesperante, cuando el nuevo gobierno descubrió que los conservadores salientes habían retocado las cifras del déficit fiscal para hacerlo más creíble a los ojos de la Eurozona: en lugar del estrecho y prolijo 3% declarado antes de las elecciones, las cuentas acusaban más de un 12 y según otros cálculos hasta un 14%. Las deudas habían crecido espectacularmente con la gestión de Nueva Democracia, pero la “alternancia democrática” puso la brasa caliente en manos del PASOK, que como no podía ser menos se presentó inmediatamente como un bombero dispuesto a ceñir los gastos estatales a los verdaderos ingresos tributarios. El plan de ajuste griego recuerda punto por punto los experimentados por Argentina en los momentos de su mayor desequilibrio fiscal y económico: congelamiento de las jubilaciones, rebaja de los salarios del sector público (un 40% de la fuerza de trabajo en Grecia), reconversión global de la deuda pública para hacer frente a los vencimientos con aportes exteriores, índices de intereses superiores al 10% y cláusulas de recálculo aún peores. Hasta el porcentaje de descuento de los haberes de los empleados es como el aplicado aquí (13%) con lo que cualquiera se da cuenta que los planes de Ricardo López Murphy y de Domingo Cavallo estaban en realidad escritos en las oficinas del FMI o del Banco Mundial, y que los desempolvaron para pasárselos a los griegos. El hecho de participar de la Eurozona no le dio a éstos mayores ventajas, ya que los países económicamente más sólidos incrementaron sus exigencias para otorgarles una ayuda, que van a tener que devolver euro por euro y con intereses. La misma posición de fuerza del PASOK como conducción del Estado griego puso un toque especial en el tratamiento de la emergencia económica. Con una victoria arrasadora del 44% de los votos que le dio mayoría propia en el parlamento, el partido dirigido ahora por Giorgos Papandreou –hijo del anterior– no necesitó de apoyos para constituir gobierno. Así, las formaciones menores de la izquierda como el Partido Comunista (KKE, 7,6% de los votos) o la Coalición de Izquierda Radical (SYRIZA, 4,5%) no resultaron relevantes a la hora de decidir cómo se iba a encarar la crisis. Aún con su oposición, el PASOK pudo imponer la política de ajuste mientas Nueva Democracia se presentaba hipócritamente como defensora de los intereses populares. Sería una tragedia griega si no tuviera aires de comedia. (aclaración: siguiendo a Umberto Eco, puede decirse que en la tragedia un personaje de noble condición rompe una regla y los espectadores sufren por su remordimiento y aceptan la reafirmación de poder de la regla; una comedia es una situación en la cual un personaje innoble, inferior y repulsivo rompe una regla y los espectadores se solazan con su desgracia sin importarles la regla. Supongamos que la regla moral es el bienestar social…) Tanto el funcionamiento interno de la Unión como las opciones del PASOK muestran la falacia de aquella afirmación reiterada hacia inicios de 2009 según la cual el neoliberalismo estaba “acabado” y eso se demostraba con la intervención de los Estados para salvar a las entidades financieras y a las compañías automotrices. De hecho, los neoliberales jamás dijeron que el Estado no debía intervenir en economía, sino que por el contrario procuraron que esas intervenciones restituyeran poder y beneficios al capital (cf. Nacimiento de la Biopolítica de Michel Foucault). Los conservadores alemanes –padres intelectuales de las políticas neoliberales– impusieron a Grecia un plan de ajuste salvaje como condición para aprobar nuevas líneas de crédito y asustaron a todo el continente diciendo que el euro estaba en peligro. Las agencias internacionales volvieron a sugerir las mismas recetas que destrozaron economías a lo largo de todo el mundo y las consultoras emitieron informes basados en su interés especulativo y no en datos y variables concretos. En el río revuelto los operadores de bolsa y los pools financieros pescaron a mansalva, ocultos tras la fraseología metafísica de los medios de comunicación según la cual “los mercados exageraron el traumatismo” o “se agravó su nerviosismo”. En las actuales condiciones, la amenaza de contagio actúa como un cuco para espantar a los gobiernos con menor capacidad de maniobra y forzarlos a nuevos ajustes –es decir, a la reconfiguración de las relaciones de fuerza dentro de cada Estado en beneficio del capital–. El caso más palmario fue el de Rumania, recién llegada a la Unión Europea que aún antes que Grecia aceptó el plan del FMI para equilibrar sus cuentas, aplicando una disminución de los salarios públicos en un 25% y de los subsidios por desempleo en un 15% (en un país donde el sueldo oficial promedio es de 500 euros y la pensión mínima de 85, muy lejos de los estándares alemanes). Inmediatamente, las empresas calificadoras de riesgo apuntaron la supuesta debilidad de las cuentas públicas en países como Portugal, España, Italia, Irlanda y la misma Gran Bretaña, favoreciendo corridas financieras, oscilaciones bursátiles y presiones de todo tipo sobre los respectivos gobiernos. Para el 24 de mayo el FMI reclamó a España ajustes “urgentes y decisivos” que no solamente incluyeran el equilibrio fiscal sino también la reforma de la legislación laboral y la “modernización” –léase desregulación total– del sistema financiero. El gobierno de Rodríguez Zapatero tomó debida nota de esas presiones y aprobó su propio ajuste. Evidentemente, la crisis está siendo utilizada para poner en caja a todo el mundo, disciplinando a los gobiernos para que no intenten soluciones heterodoxas y beneficiando a los capitales monopólicos. Hace algunos años, en su libro El Imperio incoherente, Michael Mann planteó que el neoliberalismo no solo es una teoría económica sino que además es una forma de la guerra de clases y que el efecto de sus políticas es precisamente la intensificación del conflicto de clase. La actuación neoliberal ante la crisis helénica se presenta como un intento de reconfigurar una vez más la distribución del ingreso y los marcos legales regulatorios a favor del capital y en contra de los trabajadores y las clases populares, no solo en Grecia sino en Europa toda. Para los neoliberales europeos, que pasaron sin grandes sobresaltos la crisis financiera y el coletazo de las hipotecas secundarias –más profundo en los Estados Unidos– la situación griega es un regalo del cielo ya que les permite redireccionar las políticas económicas de los gobiernos de la Eurozona, pujar por una distribución más regresiva del ingreso y encarar el desmonte de la legislación protectora de los Estados de Bienestar que todavía subsiste. En ese sentido sus recetas no van a fracasar por más que las economías se hundan, ya que lo que buscan es utilizar la crisis para incrementar los beneficios de los grandes conglomerados capitalistas. Desde la óptica neoliberal, si la crisis griega no existiera habría que crearla (y de hecho, es seguro que se la creó con el recurso a mecanismos de financiación que endeudaron al gobierno heleno como a cualquier paisucho del Tercer Mundo). La imposición neoliberal y la rendición incondicional a sus mandatos del PASOK griego o del PSOE español muestran que en el escenario europeo no existen alternativas de izquierda poderosas, capaces de enfrentar la crisis desde dentro del sistema político. No es que los partidos socialdemócratas no puedan ser nombrados como de “centro-izquierda” frente a las derechas más rampantes que son más reaccionarias cultural y socialmente; pero si sus políticas son tan idénticas a las de aquellas en el tratamiento de la economía, ¿a santo de qué se los puede considerar todavía de izquierda? La debacle de la socialdemocracia representa el fracaso absoluto de la “Tercera Vía”, ya enterrada por el laborismo británico en la era de Tony Blair. Como lo resumiera Alfons en una viñeta del diario español Público un par de semanas atrás: “El día en que la socialdemocracia escriba sus memorias, la derecha la acusará de plagio”. Aunque parezca remanido, los únicos que pueden aguarle la fiesta al bloque de poder que encara las reformas de mercado en la Unión Europea son los trabajadores. El resultado final del proceso no depende solamente de las agencias de dominación a escala mundial y de los gobiernos de turno, sino también de la capacidad de las clases y organizaciones populares para resistir los planes de ajuste y tratar de modificar las relaciones de poder. En Grecia los sindicatos estatales paralizaron repetidamente el país y abrieron un proceso de protestas sociales de derivaciones inciertas. En España las centrales minoritarias como Comisiones Obreras, CNT y CGT se oponen tajantemente al programa de reformas, mientras que hasta la burocratizada UGT socialista trata de despegarse del gobierno y defender las posiciones sindicales. Pero para que esos intentos cobren real fuerza son necesarias varias condiciones. Al menos: que el activismo de los trabajadores sindicalizados pueda superar a sus direcciones, que se afiancen posiciones políticas más radicales y que puedan establecerse agendas comunes con amplias clases medias no definidas por el trabajo asalariado sino por su inserción socio-profesional y socio-cultural. No es por nada, pero la verdad es que parece que en esos puntos sólo puede ejercerse un optimismo muy moderado. O al menos, no puede esperarse que esos procesos se desarrollen dentro de los moldes del actual sistema político. Opiná sobre este tema |
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