"Hérame pintante mozo de trazo audaz, en pretérito tiempo de impresionismos varios, que me encontraba, sólo si me buscaba con empeño y sin tregua, sobrio.
Eran tiempos donde la ligereza de cascos era la actitud de moda en el Paris de antaño, a puro cabaret de dudosa compañía, empalagado de espíritu bohemio, artista hasta el caracú, rodeado de musas y delincuentes de retorcida moral incipientemente surrealista.
Eran tiempos donde el trabajo abundaba y nuestra capacidad para esquivarle el bulto demostraba con holgura que no todo atleta es olímpico. Batíamos records de rascada de higo sin lesiones. En menesteres tales me encontraba cuando inoportuna mano golpeó mi puerta. El fulano díjose llamar Artemio Suarez, y acostumbrado como este servidor estaba a frecuentar seres de extraña traza me sorprendí a ojos vista, el sujeto lo advirtió pero se hizo el otario. Lo invité a entrar y entró, cuando pasó a mi lado noté con desagrado que olía peor que yo, que olía como dos jabalíes en celo fornicando sin pausa entre los desperdicios de una pescadería. La imagen me dio nauseas y mientras trataba de no vomitar el almuerzo, el extraño personaje me dijo sin repetir y sin soplar, que me pagaría 39.747 francos alemanes en acciones de Alpargatas, si le pintaba un retrato de cuerpo entero desnudo con fondo de alpes suizos sin nieve. Mis nauseas desaparecieron de inmediato después de haber vomitado. Pensé lo más rápido que pude y le dije, more slouli plis, ay dont anderstand very well. El me volvió a decir lo mismo en el mismo tono y yo le dije: Sí, como no. Cuando mi otro yo, que tenía en la cabeza por aquel entonces, repetía: ¡Decíle que no!, ¡decíle que no! Había aprendido de mi amigo Pizarro a desoír aquellas voces. ¡Maldita la hora en que di crédito a aquel infame!
El tipo se desprendía de sus ropas, mientras yo trataba de ordenar mis pensamientos, cuando me dormí. Pensar, de joven, me daba sueño. Me despertó la pestilencia de aquel hombre, una mano férrea llena de uñas que me sacudía el hombro y su voz que decía: Necesito que pinte mi retrato, subo la oferta a 50.000 francos alemanes en acciones de alpargatas y yo le pregunté: ¿Qué le dije antes? Y el me dijo: Si no escuché mal usted dijo que sí. Entonces ni una palabra más, manos a la obra, le espeté, a pesar del julepe que tenía.
Aquella criatura desnuda era indescriptiblemente deforme. Pequeño peludo, suave, tan blando por fuera que parecía todo de algodón, sus ojos de azabache me transportaban a profundidades tan hondas como el pozo ciego donde cayera mi tío Pedro el Vano. Aterrorizado como estaba entré como en un estado mediúmnico y pinté y pinté hasta que perdí la noción del tiempo y del espacio, y cuando terminé aquel lienzo, Artemio Suarez estaba vistiéndose. Yo, con los ojos desorbitados, miraba lo que había creado: un amasijo de huesos y tendones, un revoltijo de carne con madera, un hombre sin rastros de humanidad con fondo de alpes suizos sin nieve. El sujeto se acercó, miró su retrato y dijo: No se me parece en nada, pero soy yo. Tomó la tela, me dejó sobre la mesa las acciones y se fue sin despedirse.
Nunca me atreví a contárselo a mis pares.
Trece años después, hueveando entre los anaqueles de la biblioteca de una abadia tucumana, encontré un incunable de La divina comedia. En la página 666 un grabado llamó poderosamente mi atención, ilustraba una habitación amplia donde colgaban sendos cuadros, y menuda sorpresa me llevé cuando descubrí que uno de esos cuadros era el que yo había pintado en Paris, el retrato de Artemio Suarez. Mi sorpresa aumentó hasta acceder a la categoría de cagazo padre al leer la fecha de edición de aquel libro: 1856. Salí corriendo de aquella abadía y en el primer boliche que encontré me tomé cuatro litros de grapa con el estómago vacío. Del coma alcohólico salí dos años después y tardé dos años más en recordar quien era y qué me había pasado".
Libertad a Seguro
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