Judas, la película

por Miguel Espinaco

Primera parte

La película puede contarse en presente. Presente es el tiempo del cine aunque a veces enrevesados flashback rompan la linealidad del relato para poner en clave de hoy algún pasado necesario; presente también es el tiempo del mito que sigue ocurriendo ahora y siempre por los siglos de los siglos.

Ahora, digamos entonces, es 1970. Un tipo encuentra un códice que es una especie de libro hecho a la antigua. El personaje habría que dárselo a Harrison Ford para no perder la costumbre porque sucede que el tipo, culo parriba en el desierto de Egipto, se hace del ejemplar un poco achacado - él, pero también el ejemplar - lo lleva a Europa y nadie se lo quiere comprar, se aburre y lo deja en una caja de seguridad de un banco en Norteamérica.

Pero la suerte va y viene. Entonces ahora, dieciséis años después, una tal Frieda, anticuaria de Zurich ella, se deja seducir y paga. No importa cómo sea realmente esta señora de apellido complicado, uno se la imagina automáticamente en un lugar oscuro atiborrado de ejemplares del Patoruzito y de otras tantas cosas viejas y apiladas, entre telarañas que refulgen con el contraluz de una ínfima claraboya, de modo que no será muy complicado conseguir alguna actriz que le haga honor a nuestras expectativas, Hollywood ya fabricó todos los moldes.

A Frieda Nussberger-Tchacos no le va muy bien con su venta de garaje, así que ahora se preocupa porque el librito se está arruinando demasiado, había vivido un par de milenios bastante bien conservado en los calores de Egipto, pero le había ido mal en la oscura caja fuerte de Long Island y ahora no le estaba yendo mejor en Zurich. Así que esta mujer está pensando seriamente que si no puede ganar plata, por lo menos habrá que ganar prestigio y fama y un poco de autoestima y al final regala el único ejemplar del viejo best seller a la Fundación Mecenas de Arte Antiguo de Basilea.

Entonces es una escena de científicos que dura un rato. Guardapolvos blancos entre computadoras y pocillos de café, restauradores y traductores de gesto concentrado, que siguen trabajando por la noche con una sola luz que ilumina un escritorio lleno de papeles. Acá, es cierto, podría introducirse una historia de amor entre dos jóvenes eruditos, cruzada por el hecho de que uno es un creyente y el otro no, o porque uno tiene grandes expectativas en el códice y el otro es un escéptico irredimible o por lo que sea, algo que cree un poco de expectativa. Eso sí, ella tiene que usar lentes.

También podría pensarse en alguna trama de espionaje, gente que quiere que el códice desaparezca, personajes neblinosos con alguna sugerida relación con las sotanas, una conspiración que no tendrá que incluir de ningún modo al Opus Dei, para no tener problemas de copyright. Ya veremos.

Por lo pronto, aparece la National Geographic que, cuenta, se juntó con un montón de gente sabia en teología, en historia y en otros menesteres, para reconstruir, interpretar y traducir lo que estaba escrito en las arruinadas páginas. El resultado es la noticia que se desparrama por los medios, bomba informativa, Judas no era al final tan mala gente y si había deschavado al jefe había sido a pedido, la causa tendrá que recaratularse, dicen algunos, ya no se trata de homicidio sino de suicidio en grado de partícipe necesario, habrase visto, dicen otros. A esta altura, la película podría mostrar el toque original del director, mostrando una marcha con pancartas, con gente que viste remeras con el Jesús de Jesucristo Superstar y con inscripciones que dicen aguante Scorsese, al grito de:

Lo sabía, lo sabía
A Jesucristo
lo mató la policía

Fundido a negro.

Segunda parte

Ahora la película tiene aires de documental, aunque conviene no olvidar la historia de amor que puede servir de fondo o de frente, si es que los ponemos a los dos eruditos enamorados viendo en la televisión lo que realmente se relata. No olvidar: en esta parte conviene que la científica se saque oportunamente los lentes y todo lo demás, para no perder la atención del estimado público.

El portavoz del departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado de Moscú, un señor Mijaíl Dudkó, explica en buen ruso subtitulado que no se puede esperar que el hallazgo de un texto atribuido a un conocido personaje del cristianismo inicial o bien a alguno de los discípulos de Cristo cambie la composición de la Sagrada Escritura. Un sacerdote jesuita asegura muy serio que los cristianos creemos que Jesús entregó su vida para nuestra salvación, que fue por amor por nosotros que afrontó la muerte, pero que la muerte no era un fin en sí mismo sino condición para una vida libre de miedo. El periodista también es una persona seria y le pregunta si Cristo no se salvaba si Judas no lo entregaba y el sacerdote le contesta que Judas era un personaje accidental, que Jesús muere porque es acusado de blasfemo por haberse proclamado Mesías, o sea que su delito fue haber confrontado con los poderes religiosos y políticos.

Nuestra chica de lentes opina, mientras se los vuelve a poner levantándolos de la mesita en la que había quedado: un punto para Judas, dice, la defensa podría usarlo. Él la mira estupefacto y le pregunta que en qué juicio, que a qué lo van a condenar ahora. El próximo informe le contesta, oportunamente.

El padre Williams, un teólogo de renombre, ocupa ahora la pantalla y el periodista le pregunta preocupado si Judas está en el infierno, que es ese lugar que vendría a ser como una Esma tamaño baño que tiene dios para castigar a los que se portan mal. Williams piensa antes de decir que la Iglesia católica cuenta con un proceso de canonización por el que declara que algunas personas están en el cielo, como los santos, pero no prevé un proceso de este tipo para declarar que una persona está condenada, así que pregunte en otro lado. Juéguese don Williams, dice el periodista en inglés, y entonces el decano de la Facultad de Teología de la Universidad Regina Apostolorum de Roma, responde con cautela que históricamente, muchos pensaron que Judas está probablemente en el infierno.

Hay un paréntesis en el que suena el teléfono que nuestro enamorado científico atiende irguiéndose en la cama. Dice hola, hola, hola y nadie contesta, viene bien para mantener la tensión. Se miran y no se dicen nada y la cámara gira a la tele que muestra la plaza de San Pedro y a un grupo de gente con un pasacalle que dice secta de monaguillos ortodoxos defensores de la verdad a secas. Cuando el noticiero les brinda el primer plano, se escucha claramente que vociferan acompañando el compás con sus brazos en alto:

Judas sos botón
sos botón
sos botón
Judas sos botón

Fundido a una advertencia de los productores

Tercera parte

El texto ocupa toda la pantalla y aclara cuidadosamente que lo que va a verse es ficción y que no tiene nada que ver con la realidad y que cualquier parecido y todo eso, y advierte que podría ofender a los portadores de eso que llaman fe que si bien no ha movido todavía ninguna montaña, bien podría afectar la financiación de futuras producciones.

Vemos ahora un juicio de esos que se ven en las películas norteamericanas. Él sabía lo que iba a pasar, entonces es culpable, dice el fiscal gesticulando ampliamente para esos doce que no son apóstoles, son jurados, no puede ahora hacerse el distraído. Si Jesús era vendido por algunas monedas, era obvio que su destino era la muerte, si conoce el resultado de esa acción, es cómplice del homicidio y de todas esas porquerías que mostró Mel Gibson, encima.

El defensor, a su turno, habla de tres que son uno y si son uno, no puede haber desdoblamiento que permita siquiera formar una causa que tenga el mínimo sustento legal. Un teólogo se sienta en el banquillo para opinar que el misterio y cosas así. Todavía no se ve al acusado y es difícil que se lo vea. Cuando el defensor alega nuevamente y despliega su punto más fuerte, explicando que como fue visto a lo largo de los testimonios dios y Jesús son uno solo y entonces no puede hablarse de homicidio ni de complicidad, recién ahí, se sabe que el acusado es el propio dios, en ausencia o en presencia, según el cristal con que se mire.

El fiscal explica ahora que el acusado es omnisciente y entonces sabe todo lo que pasó y sabe todo lo que va a pasar, como ya explicaron varios testigos, si dios sabía que Judas iba a entregar a su hijo por algunos lecops y no lo evitó, pudiéndolo hacer, hay prueba suficiente para probar su complicidad. Lee algunos antecedentes judiciales que no vienen al caso, pide la condena al jurado, da una media vuelta algo sobreactuada y se sienta en su lugar.

Sigue un murmullo en la sala y un corte al juez pidiendo orden y otro corte al mismo juez pidiendo con gesto grave que se lea la sentencia. La película tiene un final abierto. Cuando están por leerla, la imagen y el sonido de la sala se van fundiendo lentamente con los créditos y con la voz de Leo Mattioli cantando:

Yo no era nadie para condenarte, yo no soy Dios
nuestros hijos nunca iban a enterarse, de mi dolor.

The end.


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