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Corriéndose a la derecha que hay lugar!

Por Javier González

     Erich Fromm, en su intento de fusionar el freudismo y el marxismo, fue uno de los primeros en dar pasos hacia la conformación de una corriente de pensamiento que indagara sobre determinados aspectos psicosociales. En su libro "El miedo a la libertad" analizó algunos elementos del fascismo, tratando de desentrañar los procesos por los cuales la masa, en determinados contextos históricos, adhirió a políticas autoritarias.

     El miedo a la libertad es aquel que impide a la masa "tomar el toro por las astas", hacerse cargo de su propio destino. Necesariamente, esa negación a desarrollar un rol protagónico dentro de una perspectiva de cambio social, la lleva a depositar en una figura autoritaria, sus anhelos y fantasías.

     Acordando con esta línea de pensamiento, Carlos Gabetta, Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono sur, dice: "El peor fascismo es el del hombre común", nos previno Agnés Heller. Cuando el nazi Adolf Eichmann fue secuestrado en Buenos Aires por un comando israelí, en 1960, este gran criminal de guerra vivía en una casa muy modesta y trabajaba como electricista en una pequeña industria de los suburbios. Ya en la antesala de la muerte, mientras aguardaba su ejecución, escribió unas anodinas memorias con el único objetivo de que su familia pudiese afrontar los gastos del juicio y el futuro. Allí indica que siempre obedeció a sus padres y maestros, que su sentido del deber y la disciplina le hacían impensable desobedecer una orden. Fue por obediencia debida que asumió la tarea de ejecutar un genocidio.

     Un hombre común, de esos que la gente común pondera y hasta admira en tiempos comunes. No todos los hombres y mujeres comunes, la mayoría en cualquier sociedad, son capaces de meter gente indefensa en una cámara de gas, pero sí de cerrar los ojos ante la injusticia y el crimen, adorar sin reservas a demagogos, apoyar guerras insensatas o apalear extranjeros, como acaba de ocurrir en España . Son los hombres y mujeres comunes, los vecinos de enfrente, quienes dan sustento al fascismo."

     Obviamente que hablar de fascismo, significaría la adhesión al corporativismo económico, a un sistema social concreto, a una experiencia histórica concreta. Pero se acepta también, no sin interminables discusiones, que se llame fascismo a toda adhesión a un régimen autoritario, antidemocrático, y en este sentido más amplio, más general, obviando por el momento estas discusiones es que se lo emplea socialmente. En estas afirmaciones de Gabetta y Fromm se destaca una de las características del fascismo que lo diferencian de una vulgar dictadura: su adhesión de masas.

     Wilhelm Reich habla al hombre medio, de "mentalidad gris" y susceptible siempre de tener posiciones acríticas con respecto al sistema social y a sus propias condiciones de vida: "Sólo en una cosa te diferencias del genuino gran hombre: el propio gran hombre fue una vez un hombre muy pequeño, pero que desarrolló una única cualidad importante: supo reconocer cuándo pensaba y actuaba con pequeñez y mezquindad. Bajo la presión de alguna tarea que le tocaba el corazón, aprendió a percibir con mayor claridad en qué oportunidades su pequeñez y mezquindad ponían en peligro su suerte. Por tanto, el gran hombre sabe cuando y cómo es un hombre pequeño. El hombre pequeño no sabe que es pequeño y teme enterarse de ello. Tapa su mezquindad y estrechez con ilusiones de fuerza y grandeza , de fuerza y grandezas ajenas. Está orgulloso de sus grandes generales, pero no de sí mismo. Admira la idea que él no ha tenido, y no la que ha tenido él. Sus creencias son tanto más firmes, cuanto menos comprenda el objeto de las mismas....Desde hace veinticinco años defiendo, con la pluma y la palabra, tu derecho a vivir feliz en este mundo; te culpo de tu incapacidad de tomar lo que te corresponde; de asegurar lo que has conquistado en sangrientos combates en las barricadas de París y de Viena, en la emancipación americana, en la revolución rusa. Tu París terminó en Pétain y Laval, tu Viena en Hitler, tu Rusia en Stalin y tu América podría terminar en el gobierno del KKK".

Argentina primermundista

     El tránsito de la Argentina hacia el primer mundo dejó un cuantioso saldo de desocupados crónicos.

     Miles de obreros vieron perder su condición de trabajadores bajo las políticas tendientes a terminar con los restos de la industria nacional, durante el gobierno peronista de Menem. Varones y mujeres, formados en un oficio y acostumbrados a una rutina de trabajo durante años, pasaron de la noche a la mañana a modificar de raíz sus vidas cotidianas, a perder gradualmente y en forma acelerada conquistas y derechos, hundiéndose en el abismo social que se generaba. Todo aquello que caracterizaba la vida cotidiana de miles de trabajadores y trabajadoras desapareció de un día para otro provocando una terrible sensación de inseguridad. Sin participación activa en el trabajo productivo, desamparados del apoyo estatal y huérfanos de la ayuda gremial, desarrollaron una "sobreadaptación" a la realidad, según el análisis de la psicóloga social Ana Quiroga.

     Realizar un balance de lo acontecido, fundamentalmente en los últimos 10 años en Argentina y en el resto de América Latina, supone encontrarse cara a cara con la pobreza, la marginación y un futuro comprometido para millones de trabajadores.

     Un estudio realizado por Nicolás Iñigo Carrera, historiador, investigador del Conicet, profesor en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Director de PIMSA (Programa de Investigación del Movimiento de la Sociedad Argentina), publicado en Le Monde Diplomatique allá por el 2000, describe la herencia de lo que denomina "25 años de neoliberalismo".

Dice Carrera:

     "Históricamente, y hasta mediados de los "80, la desocupación y subocupación sumadas nunca superaron el 12% de la Población Económicamente Activa. A partir de 1986 cruzaron esa barrera, y en 1989 y 1990 llegaron a 16,8 y 17,9%, respectivamente. Pero el incremento fue mucho mayor a partir de 1991, hasta aumentar al 30,9% (alrededor de 4 millones de personas) en 1996, cuando la inversión y el crecimiento del PBI se encontraban en su apogeo. En octubre de 1999 desocupados y subocupados sumaban el 28,1%, con el agravante de que al menos la mitad (17,3% en 1996 y 13,8% en 1999) correspondían a la desocupación abierta, y de que muchos desocupados (400.000; 3% de la fuerza laboral, en 1999) habían dejado de buscar trabajo y por tanto no eran contabilizados.

     Los efectos no se hicieron esperar, en las condiciones laborales y en los salarios. La jornada laboral de los que tienen empleo se extendió: si en 1989 el 33% de los ocupados trabajaba más de 45 horas semanales, en 1998 lo hacía el 42,5%, de los cuales el 15% trabaja más de 62 horas semanales. Y el trabajo en negro, que la nueva legislación "blanquea", volviendo legal lo que no lo era, creció en el Gran Buenos Aires del 26,7% en 1990 al 36% en 1998 y 40% hoy; en provincias como Tucumán creció del 31,5% al 50,5%.

     En la década de 1990, según una consultora privada, los salarios industriales cayeron 18,5% y los de la construcción, 11,2%, con la novedad de que, eliminada la inflación, tanto grandes como pequeñas empresas redujeron los salarios en términos nominales. Mientras tanto el PBI crecía, sobre todo en la primera mitad de la década. Y la productividad del trabajo recuperaba los niveles de fines de los ´70, cuando el uso de la fuerza militar servía para aumentar la producción en las fábricas. Con un índice 100 para 1980 y una caída de unos 20 puntos en la primera mitad de la década, en 1996 ya estaba en 99,3, un aumento superior al 50% entre 1990 y 1998.

     Obviamente todo este proceso se refleja en las condiciones de vida de la población: si en 1974 sólo el 5,8% estaba por debajo de la línea de pobreza, hoy lo está el 35%. Y cabe señalar que en Argentina los pobres son, en buena medida, trabajadores de empresas privadas."

     Desde distintas ópticas, estos autores han aportado importantes elementos para comprender el porqué de la aceptación social de políticas represivas, de fragmentación, de división, que han permitido la desaparición de importantes conquistas obreras, aumentando la explotación capitalista y la concentración de riquezas en manos de unos pocos.

Recomponer la hegemonía

     Con vistas a recuperar su hegemonía que durante un tiempo estuvo bastante jaqueada, la burguesía, como tantas otras veces, recurrió a la llamada clase media a fin de profundizar la fragmentación y la división, indispensables para evitar la confluencia de las distintas luchas en un programa unificador.

     Desde los medios de comunicación se iniciaron campañas tendientes a desinformar y generar una corriente de opinión contraria a los grupos piqueteros. Después del asesinato premeditado de Kostecky y Santillán se hizo necesario para el Estado y la burguesía, contrarrestar la indignación popular combatiendo aquella consigna que convocaba a unir las luchas de los grupos piqueteros y la "clase media": "piquetes, cacerolas, la lucha es una sola".

     Inmediatamente desde las radios y canales de televisión, se comenzó a incentivar a la "clase media" a fin de que se "manifestara" contra los cortes de rutas piqueteros. Como nunca importantes y costosos segundos de televisión y radio se destinaron a "darle micrófono" a innumerables "representantes de la sociedad" que comenzaron a despotricar contra los cortes, los piqueteros, los vagos de siempre que viven a costillas de todos. Obviamente ese "todos" no esconde otra cosa que la identificación que hace la "clase media" con el Estado: "el Estado es de todos", otra de las grandes mentiras populares como aquella que dice con la democracia se come, se cura y se educa o aquella otra que explica que la democracia burguesa actual es el sistema más perfeccionado y que nada diferente o nuevo puede construirse.

     No obstante, estas campañas, que si bien originadas en Buenos Aires se extendieron por todo el país, tuvieron una gran aceptación en aquellos sectores de la clase media y la pequeña burguesía que están siempre dispuestos a escuchar que los culpables son siempre los mismos, los pobres, los vagos, los negros de mierda, los sin historia, los mantenidos por el Estado, los que se gastan los $150 de los planes Jefes y Jefas de Hogar en vino (para colmo tetra-brick, ni siquiera buen paladar tienen) o en cuotas de un televisor, un DVD o un centro musical que seguramente sirve para que el CD trucho de "Los Roldán" gire en forma interminable.

     En todas las radios del país se oyeron cientos de llamados de gente indignada por la barbarie piquetera, la misma gente que en 1982 corrió, en forma irreflexiva, a aplaudir al borracho y genocida Galtieri o a festejar el 6 a 0 a Perú.

     "Ojalá a mi me dieran $150 por mes por no hacer nada", "A esta gente les falta mucha educación, no tienen que comer y se llenan de hijos", "yo acá soluciono todo con un martillo bolita, voy a una villa y hago pasar a todos los negritos de a uno, uno por uno en fila y les pego con el martillo bolita en la cabeza, pin!", "para qué gastarse con un martillo, basta con repartir fuegos artificiales en navidad, entonces los negros se chupan, tiran cohetes, petardos y cañitas voladoras y se les queman todos los ranchos, no queda ni uno"; fueron algunas de las tantas expresiones que se repitieron en todos los medios o en la calle.

     Tal fue la magnitud de la campaña mediática que muchos grupos que por comienzos de año, cortaron rutas en Santa Fe, se preocuparon en aclarar de entrada: "nosotros no somos piqueteros, cortamos porque no nos queda otra, nosotros somos gente de trabajo".

     En gran medida la fragmentación trabajador-desocupado tuvo gran eco en la "clase media".

     El otro gran tema que se instaló fue el de la "inseguridad". Tema que se venía tratando desde hace unos años y que el Estado y la burguesía buscaron por todos los medios que no se vinculara al deterioro económico del país, a la pérdida de trabajo, en definitiva a la creciente pobreza de la mayoría y la abultada riqueza de unos pocos capitalistas.

Las alarmas comunitarias:

     La llamada inseguridad en los barrios abarca, fundamentalmente, uno solo de sus aspectos: aquel relacionado con la propiedad. La inseguridad es el miedo a perder en manos de los "chorros" lo poco, o mucho que se ha podido poseer. En un contexto marcado por la "desconfianza" hacia la policía, pero no a la institución policial, los vecinos han apostado a la búsqueda de soluciones colectivas. "Es preferible hacer algo entre todos a que se corte cada uno por su lado", repiten. Pero dicho sea de paso, este carácter colectivo es también limitado. No abarca la totalidad del barrio, sino solo de algunas cuadras.

     Las alarmas comunitarias son una respuesta al tema de la inseguridad, que pretende transformarse en colectiva. Pero, contradictoriamente, lo que aparece como algo positivo guarda en su interior una importante cuota de incertidumbre acerca del futuro. Si las alarmas comunitarias no están puestas en función de una dinámica de lucha por el cambio social, se corre el serio riesgo de que decanten en políticas tendientes a transformar a la sociedad en una sociedad vigilada en la cual los propios vecinos son a la vez policías y objetivos.

     El delito de los pobres, la violencia entre pobres, la desconfianza entre vecinos aumenta y es cierto lo que informa recientemente el diario El Litoral de Santa Fe: gracias a la implementación de las alarmas comunitarias se ha logrado reducir el delito en algunos barrios. Pero también es cierto el aspecto negativo que esconden algunas propuestas de alarmas comunitarias, por ejemplo: hace algunos días la radio universitaria LT10 difundió un comunicado por el cual se convocaba a los vecinos de Barrio de Guadalupe a una reunión en una escuela pública, con la presencia de autoridades policiales, en la cual se iba a instruir sobre el uso del "boyero eléctrico" y otros aspectos de las alarmas barriales.

A ver Chi-cago

     Eric Klinenberg, Profesor de Sociología en la Universidad Northwestern, Illinois, Estados Unidos, cita en un estudio sobre la inseguridad en Estados Unidos a Joseph Brann, director de la policía de comunidad, COPS: "Vislumbro un mundo donde la policía será el público, y el público la policía".

     La ciudad de Chicago fue una de las primeras en desarrollar políticas de estado tendientes a combatir la "inseguridad". Los crecientes delitos callejeros y la desconfianza en la policía (brutalidad y negocios turbios) llevó a los sectores progresistas yanquis a apoyar estas políticas.

     La CAPS (Chicago Alternative Policing Strategy) ha servido de modelo internacional en lo que se denomina la lucha contra la inseguridad. Mediante estas políticas los oficiales de policía se han transformado en los "interlocutores más conocidos y visibles del Estado" con la comunidad.

     El tema es así: el Estado Federal destina importantes inversiones para "mantener el orden" fortaleciendo el aparato represivo, en desmedro de programas de protección social, que son delegados en el sector privado y "pide a la policía que se convierta en el tutor de la vida comunitaria".

     Casi la totalidad de las comisarías yanquis reciben estos fondos federales que están destinados a la Policía de Comunidad.

     Según Klinenberg, el miedo al crimen que antes encerraba a la gente en sus casas, motorizó -de la mano de la Policía de Comunidad- la integración social y el "renacimiento cívico". Pero este motor en realidad produjo una "ola de detenciones y encarcelamientos, social y racialmente tipificados. La "Comunidad" se expresa controlando y excluyendo a aquellos que juzga indignos o incapaces de incorporarse a ella".

     Según la opinión de este sociólogo, el atractivo que la Policía de Comunidad provoca en los habitantes de Chigago, incluso en los barrios más pobres, es la conciliación de dos polos aparentemente contradictorios: lo individual y lo colectivo, "el deseo de seguridad privada y el deseo de pertenencia a un colectivo".

     Cuenta Klinenberg que, de la mano del Alcalde Richard M. Daley, se implementaron políticas tendientes a lograr el consenso en los barrios. Con fondos federales se contrató a un grupo de personas encargadas de "alentar la participación comunitaria". ¿De qué forma? 50 de estas personas recorren diariamente los barrios de la ciudad para recordarles a los vecinos las fechas de las reuniones y "recomendar" los proyectos de la Policía de Comunidad", hablar con los representantes barriales, y tratar de captar a todos aquellos referentes a fin de sumarlos a esta política de Estado.

     "Nuestro trabajo consiste en encontrar a personas de confianza en la comunidad. Vamos a las iglesias, a las escuelas, buscando animadores locales a los que podamos formar", dicen. Hoy en día las "Town meetings", reuniones comunitarias, están controladas por la policía: "Cerca de 6.000 habitantes de Chicago participan en esas reuniones todos los meses, unos 60.000 asisten a un encuentro una vez al año y cerca de 250.000 han asistido a esos foros en los últimos cuatro años. Los oficiales de seguridad animan a la participación regular en las reuniones: "Ustedes tienen que ser ante todo los ojos y los oídos de la policía, participen en la vida del barrio; vayan a las sesiones de los tribunales cuando se abra el proceso de cada uno de los indeseables de los que se quejan, y hagan saber al juez que exigen penas más duras. Organicen los edificios donde viven; hagan sentir su presencia; inspeccionen el barrio y patrullen las calles", explica un sargento durante una reunión a la que asistimos. Cuando el sargento acabó, un vecino del barrio se levantó para encomiarle: "Soy viejo y no tengo educación. Pero cuando voy a un juicio, veo que eso cuenta para el juez que se preocupa verdaderamente de luchar contra la inseguridad. No se puede imaginar usted hasta qué punto se consiguen mejores resultados".

     Obviamente que pertenecer tiene sus privilegios y quienes participan de CAPS tienen absoluta prioridad en cuanto a servicios municipales se refiere, generándose un sistema de premios y castigos que persigue y pone bajo sospecha a todos aquellos críticos de la Policía de Comunidad.

Vigilarum largum vivirum

     "Vigile a su vecino" parece ser la consigna escondida detrás del "juntos podemos" que levanta la Policía de Comunidad. Organización que de hecho sirve, según denuncia Klinenberg, para: "promover la represión de bandas callejeras, realizar tribunales contra la droga, violencia conyugal; patrullajes callejeros y detenciones masivas". Todo al ritmo del "boom carcelario yanqui" y los denunciados negocios millonarios que encierran la construcción de cárceles.

     La reducción del delito callejero es el logro que levanta la política de mano dura. Política que, en realidad, apoyándose en los sectores más retrógrados de la sociedad, se dirige a castigar la pobreza como el nido dónde crece la delincuencia. Ninguna de estas políticas, tampoco la de Blumberg, llevan implícitas medidas tendientes, por lo menos, a combatir (aunque sea un poco) la pobreza de la sociedad. Por el contrario, ser pobre es ser vago, es no tener educación -que también es sinónimo de no saber votar y legitimar 20 años de peronismo en la provincia-, es ser un negro de mierda responsable del "estamos como estamos".

     Pero estas políticas que presentan como caballito de batalla al éxito contra "el delito de los pobres" sirven -y muy bien- para tapar "el delito de los ricos", que no solo no disminuye sino que cada vez actúa con más impunidad ya que las "penas más duras" no les caben.

     No se piden penas más duras a los responsables de la caída del gigante Enron, ni se pide pena de muerte, en Estados Unidos, para los que masacran miles de chicos, varones y mujeres irakíes, a fuerza de bombardeos y torturas; como no se piden penas más duras por los cuantiosos asesinatos del llamado "gatillo fácil", ni se califica como delito contra la propiedad a la destrucción masiva causada por el Estado Provincial y sus representantes con la inundación del Salado.

Que se vayan todos!

     Las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001 despertaron ilusiones dormidas en miles de trabajadores argentinos. El ¡que se vayan todos, que no quede ni uno sólo!, sintetizó la bronca acumulada de años y dio pie a una catársis generalizada. Pero, no obstante la claridad del mensaje, esto no cristalizó en un programa político que unificara las luchas detrás de una perspectiva de cambio social.

     La imposibilidad de traducir la consigna en un programa revolucionario es según Horacio Tarcus, director del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierda (CEDINCI):producto de que "la izquierda argentina tiene el cerebro oprimido por el pasado".

     "Creo que la izquierda argentina, tal como hoy la conocemos, con las organizaciones políticas y los líderes existentes, es irreformable; es una izquierda absoleta, no tiene posibilidad de recuperación. Hay que ser tajante: esta izquierda tiene un techo y no es solamente electoral. Vive en la cultura política -con una modalidad de organización, un imaginario, un lenguaje- que no tienen nada que ver con los códigos de una nueva militancia social en la Argentina. La izquierda nacional no puede decodificar la emergencia de lo nuevo y se limita a una aproximación, en parte oportunista y en parte instrumental, de lo que aparece. Su acto reflejo ante lo nuevo es desconfiar . Y al mismo tiempo decir: "Si esto es lo emergente estemos ahí, ganemos, controlemos, orientemos nosotros".

     Más allá de la polémica y las adhesiones que pueda lograr Horacio Tarcus en su apreciación sobre la izquierda en general, lo cierto es que aquel contenido revolucionario que estaba expresado en el "que se vayan todos", se transformó con el correr de los días, solamente en un slogan en boca de muchas agrupaciones que lo levantaron como bandera sólo para llevar agua a su molino.

     La ausencia de una alternativa política globalizadora que tienda a unificar las luchas (más allá de las posturas declamatorias) y la centralización de la política hacia los piqueteros caracterizados como el sujeto capaz de promover cambios revolucionarios, por parte de los partidos de izquierda, ha dejado huérfano a un sector importante de trabajadores y desocupados , víctimas de la burocracia sindical, de las patronales, de la "década menemista" y susceptibles de adherir a políticas de corte autoritario y gobiernos de "mano dura" que "disciplinen" la protesta social y "pongan orden" ante el "caos creciente" de una "sociedad en ruinas".

     Las políticas de derecha propuestas por un sector de la burguesía y agitadas desde los medios tienen aceptación en un sector nada despreciable de la sociedad, sector que -si bien no está exento de contradicciones- es capaz de movilizarse y llenar una plaza reclamando "poner orden".

     Mientras tanto, la ausencia o debilidad de un programa político unificador de las luchas sociales posibilita que aquellas acciones, que en sus comienzos tuvieron un sesgo progresista, lentamente vayan mostrando otra cara diferente: las asambleas barriales burocratizadas, sin participación y víctima de los aparatos; las fábricas recuperadas en "coexistencia pacífica con el capitalismo"; la implementación de alarmas comunitarias que lentamente acentúan la fragmentación y prefiguran -sobre todo en aquellos barrios de "clase media"- una sociedad vigilada por sus propios vecinos; y miles de personas movilizadas alrededor de la intolerancia hacia la protesta social, son algunas de ellas.



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